Con las paredes del color del cielo y alzándose sobre la bahía de San Juan, el Palacio de Santa Catalina, también conocido como La Fortaleza, alberga, además de la residencia oficial del Gobernador de Puerto Rico, uno de esos objetos que ejemplifican a la perfección lo que ha sido la historia. En una de las estancias de la segunda planta del palacio y escondido en un rincón, como avergonzado de su pasado, se halla un modesto reloj colonial.
Aquel artilugio permanece inerte, sin emitir sonido alguno y sin mover sus manecillas, paradas a las cuatro y veintisiete del 11 de abril de 1899, cuando el último gobernador español de la isla, Ricardo de Ortega, hundió su espada en la esfera del reloj momentos antes de abandonar por última vez el edificio. Un gesto de rabia que ponía punto y final a más de cuatro siglos de imperio español.
Sin embargo, la congelación del reloj tiene exactamente el mismo tiempo que el dominio estadounidense sobre Puerto Rico. Este cambio de bandera acabó arrastrando a la isla a un estatus que le sitúa en la “tierra de nadie” del derecho internacional, a un sistema económico que hace aguas por la incapacidad de Washington y San Juan de reformular las necesidades puertorriqueñas y a la desorientación identitaria en un híbrido entre lo latinoamericano y las obligaciones de herencia colonial impuestas desde Estados Unidos.
Los juguetes de Monroe
A diferencia de Cuba y Filipinas, España perdió Puerto Rico en el Tratado de París de 1898 sin apenas haber luchado sobre el territorio –unas escasas y leves escaramuzas–, regalando a Estados Unidos una isla de notable valor. En líneas generales esto tampoco es extraño; los norteamericanos ansiaban las posesiones españolas en el Caribe y el Pacífico, y su contundente victoria en Cuba y el archipiélago filipino había dado motivos suficientes como para imposibilitar cualquier maniobra negociadora española. Unido a esto, la propia situación y gestión de España favoreció la derrota en las colonias, fiando la salvación a la gloria del pasado y a unos ejércitos abandonados a su suerte –en Cuba murieron cinco soldados españoles por enfermedad por cada uno en combate–.
La salida en el último año del siglo XIX de los españoles de sus últimas posesiones de ultramar significaba el crepúsculo de un imperio que llevaba agonizando durante mucho tiempo, más aún durante aquel siglo en el que de las pocas cosas dignas que efímeramente se habían conseguido era hacer marchar a Fernando VII por la senda de la constitucionalidad.
En contraste a la política seguida –o sufrida– desde Madrid, la estadounidense era completamente opuesta. Potencia emergente, económicamente puntera a nivel industrial y reforzados tras haberle arrebatado a México buena parte del territorio y salir relativamente indemnes de la guerra civil, Estados Unidos ansiaba todavía más. Como nación joven, los norteamericanos empezaron a confundir el imperialismo y el colonialismo, entrando en híbridos ideológicos y actitudes que para un país que se había fundado enarbolando la bandera contra la dominación de una metrópoli extranjera, eran cuanto menos contradictorias.
El presidente Monroe había teorizado en 1823 sobre la doctrina homónima, argumentando que el hemisferio americano debía estar libres de injerencias extranjeras tras la oleada independentista en América Latina. “América para los americanos”, se resumía. Sin embargo, esta postura, lógica dentro del contexto internacional de entonces, comenzó a resquebrajarse con las zancadillas norteamericanas al proyecto panamericano de Bolívar –que ya tenía sus profundas dificultades internas– y con la paulatina sustitución monroísta por la idea del “destino manifiesto”, aquella por la que Estados Unidos era la nación elegida por Dios, y la obligación moral del país era velar por un correcto orden en el mundo.
Así, durante el siglo XIX, Washington realizó una transición desde una postura aislacionista-liberal hacia una intervencionista-imperialista, algo que se evidenció en la guerra con México y cuya siguiente víctima sería el caduco imperio español. Durante varias ocasiones a lo largo del siglo, Estados Unidos había intentado adquirir Cuba y Puerto Rico a España, negándose Madrid otras tantas veces. Sin embargo, durante todos aquellos años, las guerras de independencia en Cuba y Filipinas habían ido movilizando poco a poco a la opinión pública estadounidense a favor de la intervención. España se presentaba en la prensa norteamericana como un cruel y corrupto imperio, mientras que los sublevados eran mártires de la libertad. Con semejante plantel, quién en Estados Unidos no se podría sentir afín a las demandas cubanas y filipinas.
La cuestión es que la propia potencia emergente no tenía muchas intenciones de liberar estos territorios del dominio español. Los intereses económicos, comerciales y geoestratégicos en Cuba, Puerto Rico y Filipinas eran demasiado elevados como para simplemente facilitarles el camino a la independencia. Estados Unidos quería y necesitaba establecer un dominio fuerte sobre las colonias españolas para fortalecer su posición en sus zonas de proyección naval más inmediatas –el Caribe y el Pacífico–.
El Tratado de París no liberó a estas naciones del poder español de una manera indirecta. El acuerdo fue entre Estados Unidos y España, sin más involucrados. El reino ibérico cedió la soberanía de Cuba, Puerto Rico y Filipinas a Estados Unidos, además de algún otro territorio como la isla de Guam, a cambio de una compensación económica. Así, durante los años inmediatamente posteriores a la firma, los tres territorios insulares estuvieron bajo control directo militar de Estados Unidos. Sólo el tiempo diría lo que tardasen en perder ese estatus “pseudocolonial”; algunos lo harían pronto, otros nunca.
Viaje a ninguna parte
Puerto Rico no tardó mucho en descubrir que su destino dentro de la órbita estadounidense no iba a ser mucho mejor que el estatus que le aguardaba con España a pesar de ser dos regímenes bastante diferentes. Con la Ley Foraker de 1900, el gobierno de ocupación militar dejaba paso a uno de corte civil en Puerto Rico, y con él a las primeras normas provenientes desde Washington que marcarían el devenir de la isla caribeña.
En la comentada ley se aclaraba que Puerto Rico era una posesión de los Estados Unidos, y que el Congreso –el Legislativo estadounidense, en general– tenía plena capacidad de actuación sobre los asuntos que concerniesen al territorio insular. Esta cuestión, aparentemente irrelevante, sería el origen de todas las limitaciones políticas, administrativas, legales y económicas que hoy día soporta Puerto Rico. Poco después de la promulgación de esta ley comenzarían a aparecer los llamados “casos insulares”, en los que la Corte Suprema de los Estados Unidos sentenció que los derechos constitucionales no se extendían automáticamente a cualquier territorio controlado por Estados Unidos, sino que para disfrutarlos el comentado territorio debía ser parte integral de la Unión, esto es, un estado.
En los albores del siglo XX Puerto Rico no había sido integrado como estado, la Ley Foraker no avanzaba hacia esa meta y en Washington no tenían la más mínima intención de integrar a la hasta entonces posesión española en su gigantesco país. De hecho, la ley que reguló su estatus tenía una gran impronta colonialista; el gobernador venía designado por el Presidente de los Estados Unidos, y sobre el Legislativo insular los portorriqueños tenían capacidad de elección solamente sobre una de las dos cámaras –la otra era designada por el gobernador–. En el ámbito económico el tráfico de mercancías entre el territorio caribeño y Estados Unidos se liberalizaba en una clara imposición de Washington por ganar mercado. Así, en aquel año 1900, los habitantes de Puerto Rico no podían votar en las elecciones norteamericanas y quedaban sujetos a las decisiones políticas que se tomaban en Washington. Aunque de una manera dulcificada, Puerto Rico se había convertido en colonia.
Años más tarde, en 1917, llegaría la Ley Jones, que si bien no cambiaba sustancialmente el estatus puertorriqueño, abría ligeramente la mano hacia un tipo de dominación que tratase de esquivar algo mejor la imagen del colonialismo. Se reconoció a los isleños la ciudadanía norteamericana y la cámara legislativa que dependía del Gobernador se reformuló en una elegida mediante sufragio universal. Sin embargo, este fue prácticamente el cénit de autonomía de Puerto Rico. La Ley Jones no otorgó nada reseñable a nivel político a la isla y la cláusula territorial seguía aplicándose, por lo que aunque los habitantes tuviesen la ciudadanía, el territorio no tenía ningún tipo de derecho constitucional, dejando prácticamente sin efecto los beneficios otorgados. Así pues, Puerto Rico quedaba en el limbo: no era estrictamente una colonia –los puertorriqueños tenían los mismos derechos que la gente de California o Kansas– pero se frenaba el proceso de integración de cara a convertirse en estado de la Unión –y por supuesto en independiente–.
En 1947 se aprobaría que los isleños pudiesen elegir mediante sufragio a su gobernador, en vez de venir este designado desde Washington. Esto permitiría que al año siguiente el sanjuanero Luis Muñoz Marín se convirtiese en el primer gobernador electo de Puerto Rico. De manera muy lenta y limitada, la mano se iba abriendo para la isla, aunque en Washington eran perfectamente conscientes de dónde estaban las líneas rojas a las que el proyecto puertorriqueño podía aspirar.
El siguiente –y último– paso sería la consecución del estatus que hoy día tiene la isla caribeña. En 1950 el Congreso de Estados Unidos aprobaba la Ley Pública 600, que permitía la reconversión de la Asamblea Legislativa de Puerto Rico en una Asamblea Constituyente de cara a la realización de una Constitución propia para la isla, que debía ser ratificada posteriormente por el Presidente y el Congreso federal. Con todo este trámite cumplido, en julio de 1952 Puerto Rico inauguraba su Constitución, oficializándose el marco que ha sobrevivido hasta ahora: de puertas para adentro, Puerto Rico obtiene una notable autonomía; hacia afuera, el Congreso norteamericano sigue tutelando y dirigiendo el futuro de la isla.
Estados Unidos vendió este avance en la situación política portorriqueña como la integración en la Commonwealth norteamericana. A fin de cuentas, este suceso no era muy distinto a lo que intentaban por aquellos mismos años en París con la Unión Francesa –luego evolucionada a Comunidad Francesa– o lo que los británicos habían logrado con su particular “comunidad de naciones”. Las demandas descolonizadoras eran por aquellos años lo suficientemente fuertes y la ONU empezaba a hacer una ligera presión, algo de lo que Estados Unidos no se salvó dado el estatus en el que tenía a Puerto Rico. Sin embargo, en la isla no se percibió tan bien ese aire de Commonwealth, extendiéndose la autodenominación de Estado Libre Asociado (ELA). Tal fue el malestar de una parte de la sociedad puertorriqueña que, al igual que en otros tantos lugares del mundo, surgió un movimiento armado que abogaba por la total descolonización de la isla. Aunque este fue relativamente limitado y de escaso impacto, el precedente en un territorio controlado por los Estados Unidos era cuanto menos llamativo.
El futuro para una isla a la deriva
Más allá de las imposiciones de Washington, conviene analizar los efectos reales y palpables de esa superestructura legal montada por Estados Unidos, ya que en buena medida esta no ha cambiado desde la Constitución en 1952 –considerando además que el alma de las leyes Foraker y Jones siguen intactas–. Todavía hoy, por ejemplo, los puertorriqueños siguen sin poder elegir al Presidente y al Legislativo que redacta las leyes federales –leyes que les afectan directamente–. Sin embargo, tal es la extrañeza del sistema articulado que cualquier puertorriqueño puede votar si está censado o tiene la residencia en un estado de la unión. En definitiva, es Puerto Rico quien no tiene derecho a elegir a sus representantes, no los puertorriqueños en sí; una limitación al territorio que ata a todos aquellos que vivan en él.
Sin embargo, más allá de este hecho, con el avance de la globalización, el lastre económico que le supone a Puerto Rico semejante estatus ha quedado al descubierto. En 2015 la isla casi se declara en quiebra, quedando así expuesto el calamitoso sistema por el que se rige la economía de la isla, a medio camino entre las ataduras legislativas federales –que impiden la maniobrabilidad económica– y la creación de un ambiente que desincentiva cualquier actividad económica en la isla.
Puerto Rico tiene una renta media que es la mitad del estado más pobre de los Estados Unidos. Sin embargo, la ley federal sobre el sueldo mínimo se aplica igual tanto en el continente como en el territorio insular. La consecuencia inmediata de esta situación es un encarecimiento artificial de los costes en Puerto Rico, ya que el sueldo mínimo es el 77% del salario medio –y eso que en EEUU el salario mínimo es bastante bajo–. Así, la isla caribeña es demasiado cara como para incentivar la inversión o el turismo, y las empresas, especialmente a partir de 1996, cuando el gobierno eliminó algunos beneficios fiscales en Puerto Rico, han decidido trasladarse a países cercanos. Las actividades turísticas tienen cerca la República Dominicana, y las financieras pueden elegir tranquilamente cualquiera de las dependencias británicas o neerlandesas del Caribe que operan como paraísos fiscales. Por si esta situación ya fuese delicada, lo estipulado en la Ley Jones obliga a todo aquel cargamento que entre o salga de Puerto Rico por vía marítima hacia Estados Unidos tenga que realizarse en un barco norteamericano con tripulación norteamericana; una medida de proteccionismo decimonónico que encarece sobremanera los costes comerciales de la isla.
Las cuentas públicas del gobierno de la isla tampoco están boyantes. Durante muchos años, tanto por el dinamismo económico como por las exenciones fiscales a la compra de deuda, Puerto Rico se pudo financiar a muy bajo precio a pesar de que las cifras de crecimiento y de emigración auguraban un futuro oscuro. Los bonos se fueron acumulando, el montante a deber creció sin parar y Puerto Rico acabó comprobando cómo era totalmente incapaz de hacer frente a su deuda. Legislativamente estaba con las manos atadas al depender de Washington, y una subida de impuestos podría suponer la espantada general hacia el continente. Al no ser un estado más ni siquiera sus municipios se pueden acoger al capítulo 9 de la ley de insolvencia –como hizo la ciudad de Detroit cuando quebró–.
Al final el Estado Libre Asociado acabó realizando un impago de deuda mientras ha intentado que Estados Unidos avale un rescate y una reestructuración de deuda, algo terriblemente difícil de conseguir dada la mayoría republicana en el Legislativo, inflexible ante este tipo de cuestiones y menos aún con un territorio en el limbo jurídico del país y carente de valor político o económico.
De lo que parece no haber duda es de que Puerto Rico necesita un golpe de timón con cierta urgencia. La economía está en una espiral hacia abajo, cada vez más personas abandonan la isla y las leyes coloniales mantienen al ELA en unas arenas movedizas que amenazan con tragarles. Sin embargo, la pregunta que todo el mundo se hace es hacia dónde avanzar, ya que las posibilidades son múltiples y todas ellas presentan sus pros y sus contras.
En 1967, 1993 y 1998 se realizaron sendos plebiscitos preguntando a la población portorriqueña qué tipo de modelo territorial preferían. En la primera cita con las urnas ganó la opción que primaba el ELA, mientras que la elección por la estadidad, esto es, convertirse en el estado número 51 de los Estados Unidos, fue segunda aunque con cerca de un 40% de apoyo. Con los años la fuerza de la estadidad ha ido ganando enteros –si bien en 1993 volvió a perder por un escaso margen–, quedando evidente que el encaje actual de Puerto Rico cada vez es menos aceptado por los habitantes de la isla. Entre agosto y noviembre de 2012 se realizó otro referendo preguntando a los ciudadanos puertorriqueños qué encaje político-territorial prefieren, con el aval de Obama de escuchar la opción mayoritaria a pesar de que ninguno de los plebiscitos celebrados es vinculante –Ley Foraker, recordemos–. En primera ronda una leve mayoría del 54% optó por no mantener el estatus actual, y en la segunda pregunta algo más de un 61% eligió la estadidad como encaje preferido frente a un tercio del ELA y poco más de un 5,5% de la independencia.
En el fondo, la opción de la estadidad es la más lógica y pragmática para la situación puertorriqueña. De convertirse en el quincuagésimo primer estado de la Unión, sería un igual legalmente hablando respecto de los otros territorios que la integran, y no una isla tutelada. Algunos de los problemas económicos, caso de las leyes federales que les afectan negativamente, seguirían ahí, pero al menos tendrían el derecho de participar políticamente en su modificación, algo que a día de hoy no pueden, lo que deslegitima completamente las normas y es contrario a la lógica democrática y republicana de los Estados Unidos –no taxation without representation, que decían los primeros rebeldes–. Quizá aquí la mayor barrera, además de los Republicanos en Congreso y Senado, es el propio electorado estadounidense, que no ve con buenos ojos una integración puertorriqueña en la Unión en una mezcla entre desconocimiento y considerar la formación de los Estados Unidos completada.
Puede parecer llamativo que la opción independentista tenga tan poco –aunque creciente– apoyo, pero no es algo extraño. En Puerto Rico no hay un fuerte sentimiento identitario independentista, sino únicamente la visión de que se está cometiendo una injusticia con ellos que debe ser reparada, esto es, ingresando en la Unión. La independencia sería desastrosa para la isla, más aún en una situación económica tan delicada. Tendría que esperar el reconocimiento, pedir la entrada en todos los organismos internacionales y reformular infinidad de aspectos hasta ahora subvencionados por Estados Unidos, como la sanidad, las pensiones o el sistema tributario. Así, lo más probable es que Puerto Rico tuviese que hacer una brutal devaluación que empobrecería bastante el país, un camino que pocos entenderían y aún menos aprobarían.
Así, la próxima legislatura va a ser determinante en el futuro de la isla. Trump ha prometido respetar la decisión de los puertorriqueños, al igual que Hillary Clinton, aunque esta última ha tratado de evitar más el tema y se ha centrado en prometer un rescate económico a la isla si llega a la presidencia. Sin embargo, ellos o futuros candidatos deberían prestar más atención al tema. La comunidad hispana en Estados Unidos es cada vez mayor, y demandas de este tipo pueden abrirse paso con cierta facilidad en dicha minoría si los portorriqueños juegan bien sus cartas. El tema no es baladí; en pleno siglo XXI y en un país que se vanagloria de sus valores democráticos, un territorio sigue articulado de manera semicolonial. El inerte reloj de La Fortaleza nunca más va a mover sus manecillas, pero esa hibernación podría pasar de referencia cronológica a una simple anécdota que contarle a las visitas.